Por Dani García
En una ciudad en la que se adora a los héroes deportivos como dioses, el mensaje de bienvenida a Fenway Park («señoras y señores, niños y niñas, bienvenidos a Fenway Park») es como una llamada para rezar a cada generación de aficionados de los Red Sox. No es solo el estadio en uso más antiguo de toda la Major League Baseball, sino también de todas las ligas norteamericanas. Desde 1912, año de su inauguración, ha visto como 20 estadios de las Grandes Ligas han sido construidos y derribados, mientras tanto, «el parque de béisbol más querido de América», según la gente de Nueva Inglaterra, permanece en pie. «Fenway tiene un aura inmediata y un sentido de la historia cuando tu andas por ahí. No hay otro campo de las Grandes Ligas que tenga tanto impacto emocional como ese«, comenta Mark Shapiro, manager de los Indians.
Fenway es un símbolo de lo que es la ciudad de Boston y el carácter de sus ciudadanos. Frente al pensamiento de metrópolis y capitalista de sus archienemigos Yankees que fueron capaces de tirar abajo la casa de Babe Ruth y Mickey Mantle, en Boston se mantienen las tradiciones, la historia está en cada esquina de la ciudad. Los Red Sox son la institución más querida de la urbe de Massachusetts, la que también alberga más historia de todo el país y donde salieron los primeros brotes de la Revolución Americana, quizás por eso, la esencia de los bostonianos siempre ha resultado tan particular a los ojos de otros estadounidenses. Ello se ha transmitido con los años a los deportes, siendo la afición de Boston una de las más fieles, porque la palabra es fidelidad y no fanatismo, recogiendo lo coqueto y abierto de la ciudad en el espíritu de un estadio, también coqueto (bastante pequeño para la demanda de tickets que tiene). Como dicen en la ciudad. «Boston es town, no city«, y ahí hay un claro mensaje de diferenciación con el cercano de Nueva York; ellos quieren ser diferentes y la Red Sox Nation también es diferente.
Impacta desde el primer instante que tus ojos lo ven. En las afueras, inunda el olor a «fritanga» tan característico de los estadios norteamericanos, salchicas por aquí, pretzels por allá, hamburguesas antes de entrar, es la entrada 0 para coger fuerzas si el aficionado está dispuesto a hacer cola por los asientos bleachers dos horas antes de que comience el choque. Una vez dentro comienza el peregrinaje para iniciar las oraciones pertinentes, sonidos de órgano, «let’s go Red Sox» y el Sweet Carolina de Neil Diamond en el medio de la octava entrada, aunque esta tradición es relativamente nueva. Con ese regalo para los óidos y las experiencias que es la atmósfera, para los ojos queda presenciar un estadio siempre lleno, no en vano ha colgado el sold out desde el 15 de Mayo de 2003, suponiendo un récord en la MLB.
El santuario, como lo llamó el ex-pitcher Bill Lee, es un estadio con casi cien años de historia, pero bastante acoplado (dentro de lo que cabe) a las renovaciones de hoy en día. Las prácticamente obras anuales, desde 2003 ha habido renovaciones todos los años, han creado un parque cómodo. Arquitectónicamente casa a la perfección con otros edificios de la zona, incluso en altura, de ahí que cuando llegara Roger Clemens en 1984 por primera vez a Boston creyera que era un almacén y no un estadio de béisbol. En el interior conserva icomodidades propias de un estadio de casi un siglo, como pilares que molestan para determinados asientos. Elementos aupados al mito como el ‘Green Monster’ a la izquierda, una pared verde de más de 11 metros donde todavía se pone el marcador y las clasificaciones manualmente blanco predilecto de bateadores diestros, ‘El Triángulo’ o ‘Williamsburg’ hacen mas grande un estadio que ya ha podido vivir victorias en World Series en la era moderna tras los éxitos de 2004 y 2007.