El pasado 15 de octubre vivimos en el Oakland-Alameda County Coliseum un duelo divisional entre los Raiders y Los Angeles Chargers. Acercándonos al ecuador de la temporada, el partido, decidido a favor de la franquicia angelina por un ajustado 16-17, nos dejó algunas realidades. Los Raiders, que venían lanzados después de una gran temporada 2016 y que habían apuntillado de manera notable la plantilla durante la offseason, han visto como el que tenía que ser su año de consagración se les está escapando de los manos. La franquicia de negro y plata se encuentra con dudas en una división donde especialmente los Kansas City Chiefs y en menor medida los Denver Broncos están jugando un gran football y parece que van lanzados a Playoffs.
Por su parte, los Chargers, deambulan por una temporada complicada que está dejando algunas perlas como la consagración de Joey Bosa o el leve despertar de Melvin Gordon, pero que demuestra que aún están lejos de ser una franquicia temible para la elite de la NFL.
Ambos conjuntos comparten además una situación convulsa en torno a la organización. Los Chargers dejaron el año pasado San Diego por la despampanante Los Ángeles después de 54 años de amor con la ciudad del sur de California. El golpe fue devastador para los aficionados. Algunos, los más fieles, siguen recorriendo las más de dos horas en coche que separan ambas ciudades para ir al minúsculo StubHub Center de Carson (27.000 espectadores) y apoyar al equipo, a espera de la inauguración de un mejor estadio que se presume estará listo en 2020. Otros, viendo como de cruel puede ser el negocio de la NFL en ocasiones, han desertado. Además, si la situación no fuese suficientemente incomoda, en 2015 también llegaron los Rams a Los Ángeles que están llenando con 90.000 espectadores el Memorial Coliseum situado en pleno Downtown de la ciudad de las estrellas, y que de la mano del joven Sean McVay son la gran sensación de esta temporada. La conclusión a día de hoy parece ser que Los Ángeles no necesita a los Chargers y que los Chargers cada vez echan más de menos San Diego.
La historia de los Oakland Raiders está siguiendo un guion parecido. Un dueño cegado por el potencial de un mercado jugoso, Las Vegas en este caso, y una afición fiel, quizás de las mayores en la liga, que está viendo como en 2019 le arrebatarán un equipo que han apoyado en los buenos y malos momentos durante décadas. La franquicia ya dejó Oakland durante 13 años (1982-1995) y la Raider Nation aguantó la envestida, pero está por ver si las más de 8 horas en coche que separan el área de San Francisco de la Ciudad del Pecado no serán demasiado incluso para la más pintoresca de las aficiones. Mover a los Raiders de Oakland a las Vegas es quitarle el equipo a la afición y entregárselo a los turistas, es dejar de ser un pasatiempo para compartir con familia y amigos para encajarlo en un pack turístico de hotel + casino + partido. El potencial económico de la operación es mayúsculo, pero está por ver como de mermada queda la afición después del movimiento.
Los seguidores de la NFL se empiezan a acostumbrar a estos cambios. Han sido tres movimientos ejecutados en dos años y ya suena que a los Jacksonville Jaguars les queda poco tiempo en Florida. El daño económico que hace a las ciudades es difícil de calibrar y con los cifras en la mano parece que San Luis, San Diego y Oakland necesitan más el dinero que aporta la NFL que Los ¨Ángeles o Las Vegas. El daño emocional de los aficionados, solo lo pueden entender aquellas ciudades que hayan sufrido los mismo.
“Siempre me recordaron a ladrones en mitad de la noche”
Ken Murray, periodista deportivo del Baltimore Sun, recibió una llamada el 28 de marzo del 1984 a las 19:00 horas. Un aficionado de los Baltimore Colts había visto un camión de mudanzas de la empresa Mayflower Transit Company dirigiéndose al Memorial Stadium. Quizás fue el único desliz que cometieron el dueño de la franquicia, Robert Irsay, y sus colaboradores durante esa operación digna de una película de espías. Los camiones de Mayflower durante esa época eran de un llamativo amarillo y verde, fácilmente reconocibles por la gente de la zona. Cuando los aficionados de Baltimore vieron a uno de ellos dirigirse al estadio de los Colts después de los rumores de los últimos días y el comportamiento errático de Irsay en los últimos años, se temieron lo peor. La cabeza les decía que era imposible hacer desaparecer un equipo de la NFL de la noche a la mañana después de treinta años en Maryland, pero tuvieron el presentimiento que algo olía mal alrededor de los Colts. Cuando se levantasen a la mañana siguiente, el equipo de la herradura ya estaría afincado a 1.000 km de distancia en Indianápolis.
Así lo recuerda Jonh Moag, presidente de la Maryland Stadium Authority y uno de los principales responsables de la llegada de los Ravens doce años después:
«Es uno de esos momentos en la vida que recuerdas de forma lúcida. Odiaría ponerlo al nivel del asesinato de John Kennedy, pero tuvo ese tipo de importancia por aquí.»
Esa triste noche para el deporte americano, entre el 28 y 29 de marzo de 1984, no hacía más que culminar doce años de controvertida gestión por parte del magnate Robert Irsay. Los aficionados más longevos recuerdan la época de los años ’50 y especialmente los años ’60, durante el período dorado de Johnny Unitas, como los años más felices de la franquicia y pese al trauma de ver como el equipo desaparecía de la noche a la mañana, todos coinciden en que bajo el mandato de Irsay los Colts perdieron la magia y el respeto que les caracterizaba.
Las batallas con el ayuntamiento de Baltimore y el estado de Maryland fueron constantes en busca de un estadio subvencionado, en totalidad o en parte, con dinero público, o en su defecto una importante renovación del que tenían. Irsay sostenía que el Memorial Coliseum era un estadio indigno de un equipo NFL y ya casi desde que compró la franquicia estuvo luchando esa guerra.
Deportivamente, la trayectoria fue incluso peor. Tras su primera temporada decidió enviar a Unitas, el emblema de la franquicia, a San Diego y pese a que después de la salida del quarterback consiguieron estar en Playoffs durante tres temporadas (1975-1977), a partir de 1978 el equipo entró en un enorme declive. La puntilla para la franquicia tuvo lugar la temporada de 1983 cuando la gran promesa universitaria John Elway, seleccionada por los Colts en el draft de ese año, se negó a jugar para el equipo de Baltimore alegando que antes se iría a jugar con los New York Yankees, quienes también tenían interés en Elway por sus dotes en el béisbol, antes que jugar para el equipo de Robert Irsay. Finalmente, los Colts se vieron obligados a traspasarle a los Denver Broncos.
En enero de 1984, Robert Irsay hizo la siguiente declaración a los medios: «¡Este es mi equipo! Reiteró que, a pesar de los problemas, los rumores de que vamos a trasladar al equipo son falsos.” Pero no era cierto. Las negociaciones con la administración para las mejoras del estadio estaban totalmente bloqueadas e Irsay amenazaba continuamente con llevarse a los Colts a otra ciudad. Ya tenía conversaciones avanzadas con Phoenix, Los Ángeles, Tennessee y, por supuesto, Indianápolis. El estado de Maryland, temiéndose lo peor, consiguió que el 27 de marzo una de las cámaras de la legislatura aprobara una ley permitiendo a la ciudad de Baltimore apoderarse de los Colts y otorgarle el poder de decisión sobre unos nuevos dueños más comprometidos con la ciudad. Al día siguiente, asustado por una posible incursión al amanecer de los funcionarios del estado para apropiarse el equipo, Irsay aceptó el acuerdo ofrecido por la ciudad de Indianápolis. Uno de los máximos apoyos de Irsay durante esa época era el consejero general de los Colts, Michael Chernoff:
“La ciudad de Baltimore y la legislatura estatal no solo arrojaron el guante, sino que le pusieron una pistola en la cabeza y le preguntaron: ‘¿Quieres ver si está cargada?’ Le obligaron a tomar una decisión ese día.”
William H. Hudnut III, el alcalde de Indianápolis, contacto con John Burnside Smith, director ejecutivo de la Mayflower Transit Company, y organizó una flota de camiones de ese llamativo amarillo y verde para empaquetar la propiedad del equipo y transportarla a Indianápolis en las primeras horas de la mañana del 29 de marzo. El periodista Kee Murray, gracias a esa alerta de los aficionados que vieron los camiones, estuvo presente durante toda la noche. «Fue una escena surrealista. Recuerdo haber sentido un adormecimiento, no por el frío, sino por caer en cuenta de lo que en realidad sucedía. Estaba a las puertas de la historia, viendo el desmantelamiento físico de una de las grandes franquicias de la NFL. Un puñado de gente estaba reunida, más por curiosidad que por otra cosa. Fue solemne y con ambiente funerario.”
Al día siguiente, miles de aficionados se reunían en Indianápolis para dar la bienvenida a su nuevo equipo que recibió 143.000 solicitudes de abono para esa temporada en solo dos semanas.
Ese mismo día en que el estado de Indiana recibía a su equipo, Baltimore se despertó nevada después de una fría noche. Lo que al principio parecía un rumor, corrió como la pólvora y antes que ese jueves la ciudad empezase su jornada laboral, los programas matutinos de radio y televisión confirmaban los peores presagios. En mitad de la noche, los Colts habían abandonado la ciudad. La estampa en el Memorial Coliseum era la propia de un saqueo en toda regla. Todo lo que oliese a football se cargó en los camiones de Mayflower y desapareció. Los Colts, que habían sido bautizados con este nombre gracias a la histórica cría de caballos del área de Maryland, habían abandonado la ciudad y se había llevado incluso el nombre con ellos.
La incertidumbre dejó paso a la sorpresa y más tarde a la desolación. No habría más football en Baltimore y por más que el estado inició una serie de movimientos legales para intentar devolver al equipo a su origen, la realidad es que los Colts ya eran propiedad de Indianápolis.
Robert Irsay se convirtió en el centro de todas las iras de los aficionados durante años y aún hoy sigue produciendo rencor escuchar su nombre en ciertas zonas de Maryland. El restaurante mexicano Nacho Mama’s da buena fe de ello, incluyendo un pequeño ataúd en una de sus paredes con una réplica de la cabeza de Irsay. La famosa banda musical de los Colts capitaneada por John Ziemann siguió tocando durante ofnce años sin tener un equipo al que animar como modo de protesta por la traición de Irsay.
Hubo que esperar hasta 1996 para que Baltimore tuviese otra vez un equipo de la NFL. Todos pusieron su granito de arena. Jonh Moag, los jugadores veteranos de los Colts, el ex alcalde William Donald Schaefer y también el propio presidente de la banda. Todos ayudaron a que Art Modell decidiese refundar su franquicia en Maryland y 21 años después los actuales Baltimore Ravens han cosechado dos Super Bowls (2001 y 2013) y se han convertido en un equipo siempre temible y con una señas identificativas muy claras.
Baltimore renació de las cenizas y tras doce años de travesía hoy vuelve a ser una ciudad que respira football por los cuatro costados. Debería servir de inspiración para San Diego y Oakland que están viendo como los Chargers y los Raiders respectivamente les abandonan buscando ciudades que multipliquen sus beneficios. La lección que les deja Baltimore es que las franquicias pasan pero el sentimiento permanece en la ciudad. John Ziemann, lo tiene claro:
«En los días de partido observo alrededor y, suena tonto, pero simplemente sonrío. Lo logramos. Cuando veo ese casco con la herradura, pienso en las grandes memorias, en el orgullo, la tradición y amor que tenía por los Colts, pero ahora mi corazón pertenece al casco negro y morado»