No todo eran sustancias para mejorar el rendimiento. También hubo quien recurrió a la química para (al menos en un primer momento) pasárselo bien. La «revolución» cultural que sufrió el mundo occidental durante los años sesenta y que alcanzó su cota máxima en 1968 llegó a las Mayores en la década de los setenta.
«El fin de la segregación en el béisbol durante los cuarenta y los cincuenta ayudó a cambiar la sociedad americana», ha escrito Dan Epstein en su imprescindible Big Hair and Plastic Grass. «En los setenta fueron los cambios que se habían producido en la cultura americana los que ayudaron a cambiar el béisbol».
El béisbol, un universo conservador que transcurría al margen de la realidad, se acabó encontrando con ella. La libertad sexual, el «no a la guerra», la lucha por los derechos civiles y la droga entraron en los clubhouses. En esto último Bill Lee fue un pionero. No solo reconoció que consumía marihuana (según él solo espolvoreaba con ella sus tortitas) sino que junto a otros pitchers de los Red Sox fundó la ‘Loyal Order of the Buffulo Heads’. Una suerte de club cuyo objetivo era fumar y beber «a la salud» de Don Zimmer, el testarudo y poco empático manager de Boston que recibía el sobrenombre de ‘Buffulo Head’ por ser un cabezota.

Lee ha hablado sin tapujos sobre como consumía todo tipo de sustancias. Ha reconocido que una de las mejores cosas de ser un pelotero famoso era salir con gente que te pagaba las drogas solo para estar contigo. Durante su época en Boston, él y otros compañeros montaban carreras de relevos con rayas de cocaína. Los aficionados disponían dos líneas de coca en la barra de un bar y dos equipos formados por tres jugadores de los Red Sox competían por ver quien acababa antes.
El consumo de sustancias no era únicamente patrimonio de los jugadores. En las gradas también se empezó a consumir algo más que cerveza. Algunos outfielders dicen que había ocasiones en que el olor de los porros que circulaban por los bleachers era perfectamente perceptible desde el campo. Jeff Burroughs, jardinero derecho de los Rangers durante la infame «Ten-Cent Beer Night» que montaron los Indians en 1974, asegura que aquella noche el humo era tan denso que él acabó más colocado que algunos aficionados.
En 1976 el cannabis volvió a ser protagonista de una anécdota de lo más rocambolesco. Pocos días antes de que se inaugurara la temporada, los empleados de jardinería de los Angels descubrían unas 500 plantas de marihuana creciendo en el outfield del Anaheim Stadium. Parece que unas semanas antes había tenido lugar un concierto de The Who, por lo que los seguidores de la banda británica se convirtieron en los principales sospechosos de aquella broma pesada. La oficina del sheriff se encargó de eliminar las «malas hierbas».
Pero sin duda el incidente más sonado de aquella década loca que fueron los setenta fue protagonizado por Dock Ellis. El 12 de junio de 1970, en pleno «viaje» de ácido, Ellis conseguía lanzar un no hitter. El pitcher veía todo de forma borrosa y era incapaz de reconocer a los bateadores a los que se enfrentaba. Es una anécdota de sobra conocida gracias al documental No No: A Dockumentary y a la canción de Barbara Manning.
A finales de 1978, los Red Sox se cansaron de las excentricidades de Bill Lee y lo mandaron a los Expos. Anteriormente la franquicia de Nueva Inglaterra ya se había deshecho de buena parte de los compinches de Lee en la ‘Loyal Order of the Buffulo Heads’. Entre los jugadores traspasados estaba ‘El Latigo’ Moret, un lanzador puertorriqueño que en 1978 acabó ingresado en una institución psiquiátrica después de haber sido encontrado en estado catatónico en el vestuario de los Rangers.
Lee se llevó sus hábitos y su fama a Montreal. Cuando estaba en el bullpen los propios aficionados canadienses le tiraban «piedras» de hachís y porros. Además le alquilaba el sótano de su casa a un camello que no le pagaba en metálico, sino en especias. En el clubhouse del equipo se instauró un consumo de ‘coca’ generalizado que acabó atrapando, entre otros, a un jovencísimo Tim Raines.
Raines llegó a jugar partidos con bolsitas de cocaína en el bolsillo trasero de su pantalón y consumía entre entrada y entrada. «…el pitcher lanzó y yo me aparté como si la bola fuera a impactarme,» explica Raines sobre el momento en que fue consciente de que tenía un problema. «El árbitro cantó strike y yo lo miré y le dije que la bola casi me golpeaba.» Cuando Raines repasó el video de aquella acción vio que el lanzamiento había ido justo al medio de la zona de strike y decidió que tenía que desengancharse.
John McHale, presidente de los Expos, ha señalado a estas prácticas como las principales culpables del colapso que el equipo sufrió en 1982. «No creo que haya dudas sobre cómo toda esa situación (el consumo de cocaína) anuló nuestras opciones en 1982. (…) Descubrimos que había al menos ocho jugadores metidos en aquello».
El abuso de cocaína no era un problema concreto de los Expos, afectaba a toda liga. En 1985 saltaba un escándalo, que esta vez sí, sacudiría el mundo del béisbol. Durante aquel verano una serie de camellos que estaban siendo juzgados en Pittsburgh empezaron a dar los nombres de distintos jugadores del equipo local como clientes habituales. Poco a poco se descubrió que existía toda una red de distribución de cocaína dentro del mismo Three Rivers Stadium. Hubo tratos que se cerraron en el propio clubhouse de los Pirates y hasta la mascota del equipo jugaba un papel importante en la trama.

Varios jugadores que estaban o habían estado en las filas de los ‘Bucs’ (Dale Berra, Lee Lacy, Leo Mazzili, John Milner, Dave Parker y Rod Scurry) así como en otros equipos (Willie Aikens, Vida Blue, Enos Cambell, Keith Hernandez, Jeffrey Leonard, Tim Raines y Lonnie Smith) fueron llamados a declarar. A pesar de que se probó que algunos de ellos no solo habían consumido sino también distribuido sustancias a otros peloteros, ninguno fue juzgado. Ni siquiera la MLB, quizás interesada en quitarle hierro al asunto, tomó medidas demasiado severas. Ninguno de los salpicados fue castigado con partidos de suspensión. Todo se limitó a multas económicas y horas de servicio a la comunidad.
De todos los implicados, el de Rod Scurry es el caso más dramático. Si Bill Lee representa el lado «divertido» y buen rollista de la droga, Scurry es la otra cara de la moneda. Desde que empezó a consumir en 1982 quedó terriblemente enganchado. Llegó a gastar $100.000 en un año y nunca consiguió manejar su adicción. Cuando estaba con los Pirates destrozó la habitación del hotel en que el equipo se alojaba en San Diego porque decía que estaba llena de serpientes. Este mismo episodio se repitió en 1992 cuando la policía se presentó en su casa después de ser alertada por un vecino. Scurry presentaba un comportamiento extraño y poco antes de sufrir un paro cardiaco inducido por el abuso de cocaína les dijo a los agentes que su casa estaba llena de serpientes. Tenía 36 años.
Los juicios de Pittsburgh no significaron ni mucho menos el punto final. La cocaína estaba de moda y era sinónimo de éxito. En la segunda mitad de los ochenta vimos como otros jugadores llamados a convertirse en leyendas caían en sus garras. Steven Howe fue Rookie del Año en 1980 y All Star en 1981. Ese mismo año conseguía el out definitivo que les daba las World Series a los Dodgers. Desde ese momento su carrera y su vida fueron una caída libre con el alcohol y la droga como únicos compañeros. Acabó falleciendo en 2006.
Un caso de sobra conocido es el de Darryl Strawberry y Dwight Gooden. El bateador y el pitcher llevaron a los Mets a ganar las Series Mundiales en 1986. Parecían un tándem destinado a marcar una época tanto en la franquicia de la Gran Manzana como en la liga. Strawberry era un pegador imponente y temperamental capaz de acumular más de 30 bambinazos y 30 robos en una sola temporada. Gooden era simplemente diferente a todo. El mejor pitcher que jamás se hubiera subido a un montículo.
A pesar de tener que lidiar con severas adicciones urante buena parte de sus carreras (Gooden se perdió el desfile de celebración del título de 1986 por estar colocándose en casa de su camello) ambos lograron unos números increíbles que hablan del talento natural que tenían para este deporte.

En los últimos años hemos visto a otros dos jugadores con problemas de adicciones. Tim Lincecum podría ser una especie de nuevo Bill Lee. Un jugador «distinto» (por algo su mote es ‘The Freak’) que ha sabido llevar bien su afición a la marihuana. Durante sus años en los Giants era habitual ver a aficionados con camisetas en las que se leía «Let Timmy smoke».
La otra cara de la moneda la encontramos en Josh Hamilton. Entre 2008 y 2012 Hamilton acumuló cinco presencias en el All Star, un MVP de la Liga Americana y lideró a unos Rangers que llegaron a las World Series en dos ocasiones consecutivas (2010 y 2011). Lamentablemente, las recaídas en una serie de adicciones que arrastra desde su adolescencia y de las que nunca se ha conseguido librar fueron hundiendo su carrera. Su fichaje multimillonario por los Angels fue un fiasco y su vuelta a Texas como hijo prodigo un espejismo.
Pingback: Química en el diamante (y III): La Era de los Esteroides. | Sports made in USA()