Es difícil no tirar de tópicos en un asunto tan manido como el de las extrañas parejas, los dúos dinámicos o como se quiera llamar a esa dualidad tan inherente al deporte que tiende a comparar y enfrentar de forma compulsiva -y a veces perversa- a dos superestrellas con el fin de generar debate, audiencias y dinero. Y no por ese orden, necesariamente. En el caso del maravilloso mundo helado de la NHL –y por extensión, del hockey sobre hielo en general-, no creo que nadie discrepe conmigo en que, desde hace unos años, existen dos figuras superiores al resto, dos titanes con un talento descomunal que, salvo a los aficionados de sus respectivos equipos, tienen divididos a los hockeymaniacos de todo el globo. No, no estoy hablando de Cam Janssen y George Parros, sino de Sidney Crosby y Alex Ovechkin, verdaderos herederos del legado de los Lemieux, Gretzky, Yzerman, Messier, Trottier, Dionne, Esposito, Mikita, Howe, Orr o Beliveau, iconos legendarios de este deporte por derecho propio. Todo esto viene a que la semana pasada Sid the Kid logro su gol número 250 en 493 partidos, lo que supone un gol cada dos partidos y una media de 1,43 puntos por encuentro, es decir, cifras más propias de los felices y prolíficos años ochenta que de los tiempos que corren hoy en día.
Voy a evitar recurrir a la clásica lista alfabética de cualidades y defectos de cada uno para, al final del artículo, dar a conocer el (mi) ganador final. No tendría sentido porque siempre he pensado que Crosby es mejor que Ovechkin, no hay lugar para el suspense. De hecho creo que, siendo objetivos, no hay muchas dudas al respecto. Esto no quiere decir que yo prefiera al 87 de los Penguins, ni mucho menos. Por ejemplo, más que canadiense parece uno de estos muchachos estadounidenses bien alimentados a base de Cheerios y mantequilla de cacahuete que no sabrían señalar a España en un mapamundi ni aunque lo tuvieran a dos centímetros de su nariz. Es un tópico, por supuesto, porque las apariencias suelen engañar y quién sabe si el chico dedica su tiempo libre a leer a Faulkner y Dostoievski. Pero lo cierto es que si escribimos “Sidney Crosby hate” en Google nos encontramos con 650.000 entradas. ¿Envidia? En muchos casos, sí. Sin duda. The Next One, como se le apodó cuando se estaba criando a los pechos de Súper Mario, tiene un talento del tamaño de Groenlandia y domina todas las facetas del juego con una superioridad abrumadora. Potente, cerebral y con una visión panorámica superlativa, es capaz de adoptar el papel que sea necesario según las necesidades de su equipo, bien sea el de creador o el de goleador, y no se esconde a la hora de bregar. Por si fuera poco, le dio a su país la medalla de oro de los JJOO de Vancouver en 2010 con un gol en la prórroga ante los vecinos del sur. Más heroico, imposible. ¿Casualidad? Puede, pero lo cierto es que este tipo de jugadores parece tener un sexto sentido para capturar ese fogonazo de gloria reservado sólo a unos pocos inmortales.
El ADN de mi tocayo Alex Ovechkin, por el contrario, tiene un cromosoma que lo distingue de Crosby y de todo el resto de babyfaces (hola, Zach Parise) del mundo del hockey: es un genio. Sí, es más feo que El Fary chupando limones y, como buen hijo de la Perestroika y el neocapitalismo, tiene ciertos dejes salvajes y excéntricos que lo hacen odioso e irresistible a partes iguales. Pero deja que se calce las cuchillas y coja un stick y el rock’n’roll ruso se lo llevará todo por delante. Directo, vertical, técnico, imprevisible, con un disparo mortífero y todo el carácter del mundo al servicio del gol. En una sola palabra: genial. Además, tiene un carisma a prueba de bombas. Hace apenas dos años se marcó una temporada desastrosa, más propia de un prejubilado que de una superestrella de su talla, y muchos incrédulos (yo entre ellos) lo dábamos por muerto. Pero resurgió durante la campaña siguiente y recuperó su condición de point per gamer, un estatus que está sobradamente capacitado para conservar hasta el fin de sus días en activo. Este año, de hecho, tiene muchas papeletas para batir su propio récord de goles (65, en 2008) y confirmar que aún desconoce sus límites. Pese a todo, y a diferencia de Crosby, el ruso no juega en un equipo ganador. Quizá si lo hiciera estaríamos hablando de otro Ovechkin más dominante aún. O al revés, puede que perdiera ese carácter rebelde que lo hace único y se dedicara a nadar en piscinas llenas de Perrier Jöuet. Nunca lo sabremos.
Como ya he dicho al principio, se trata de dos talentos descomunales a los que se compara a menudo sin demasiado sentido, porque no están al mismo nivel. No se trata de un duelo entre Larry Bird y Magic Johnson, Mohamed Ali y Smokin’ Frazier o Dan Marino y Joe Montana, sino, simplemente, de dos formas muy diferentes de ver y practicar el hockey. Y por qué no, dos formas muy distintas de ver la vida.
Yo no tengo dudas. Me quedo con mi tocayo.