Islandia no es que sea precisamente la tierra de las oportunidades. Esta pequeña isla en medio de las frías aguas del Atlántico es probablemente el último lugar en el mundo al que se le ocurriría venir a uno a empezar una vida fácil. Es más, las gélidas temperaturas todo el año y la escasa luz solar hacen de este pedazo de roca volcánica un lugar casi inhóspito de no ser por los casi 70.000 habitantes que trabajaban duro cada día por salir adelante allá por el siglo XIX. De todos estos islandeses, un pequeño grupo de 200 abandonaron su tierra natal y se embarcaron al Nuevo Mundo, al Gran Dominio de Canadá, en busca de esas oportunidades que no encontraron en su pequeña isla. Hoy en día Canadá alberga la mayor comunidad de islandeses fuera de Islandia.
Estos inmigrantes atravesaron el charco y se establecieron a orillas del lago Winnipeg, en la provincia de Manitoba, para más tarde expandirse por toda la gran pradera canadiense. Habían llegado a un país con una cultura y valores totalmente diferente a la suya, pero a más de 6.000 kilómetros de distancia de tu lugar de origen es adaptarse o… Y así lo hicieron estas 200 personas (que pronto se convirtieron en 15.000), trabajaron duro y se amoldaron al modo de vida y sociedad canadiense. Desgraciadamente, los canadienses no se mostraron tan receptivos con los nuevos pobladores, los llamaban «Goolies«, ciudadanos de segunda clase.
Los islandeses empezaron a interesarse por el hockey hacia principios del siglo XX. Fueron los hijos de los que habían llegado años antes, es decir, la primera generación de islandeses nacidos en Canadá. Los años habían pasado, es cierto, pero los canadienses seguían conservando los prejuicios hacia sus ahora compatriotas al otro lado del océano, no seguían catalogándolos como ciudadanos de pleno derecho. El hockey no fue una excepción, los islandeses lo tenían muy difícil, prácticamente imposible, para jugar en un equipo amateur convencional. Entonces decidieron reunirse todos en un equipo, en los Falcons de Winnipeg. El club era una fusión entre el equipo de la Islandic Athletic Club y otra agrupación conocida como los Vikings, esta vez nadie les apartaría del juego. Competirían contra equipos como los dos veces ganadores de Stanley Cup Kenora Thistles.
Pero todos los comienzos son difíciles, y en su primer año apenas ganaron algún partido. Era impensable conformarse con un resultado así después de los problemas que habían tenido para inscribirse en una liga. Pero por fortuna, la temporada 1915-1916 traía vientos de cambio para los Falcons. Un jugador de padres islandeses como ellos llamado Frank Fredrickson se enroló a las filas de los de Winnipeg después de jugar para la Universidad de Manitoba. Y por arte de magia, mejor dicho, por el arte y la magia que desprendía el joven Fredrickson, los Falcons cambiaron el sótano de la liga por el cielo y se proclamaron campeones ese mismo año. Frank Fredrickson, además de ser un gran jugador, demostró que podía hacer bueno al resto del equipo. Sin duda alguna era un jugador dominante a nivel individual, pero además desarrolló una química de juego especial con su compañero Konnie Johannesson, un joven ala izquierda con futuro prometedor; desde luego los Halcones estaban listos para comandar el hockey en Winnipeg.
Pero, por desgracia, la suerte quiso que la Gran Guerra truncara sus planes para el futuro. Al igual que muchos equipos de hockey amateur, decidieron enrolarse a la armada y demostrar que ellos también eran canadienses dignos dando su vida por el país, por su país. Desde aquel momento hasta que volvieran o no a casa, su vida y destino quedaban ligados al Batallón 223 del Ejército canadiense que estaba formado por soldados del Dominio y descendientes de inmigrantes escandinavos. Y aunque el entrenamiento y las noticias de bajas que llegaban desde el frente eran duras, los Falcons seguían concentrados en el hockey. Las ligas de batallones dieron la oportunidad a Frank y los suyos de volver a
probar el hielo lejos del campo de preparación. La guerra nunca cambia, pero a su vez lo cambia todo, incluso los prejuicios sociales que separaron una vez a los islandeses del hockey. Pero ahora la situación había cambiado y todos formaban parte de un mismo ejército, de un mismo objetivo: Derrotar al enemigo en Europa.
No fue hasta abril de 1917 cuando el 223 se embarcó al completo rumbo al viejo continente. El camino de los Falcons y el equipo del Batallón 223 se separaba, militarmente hablando, hasta nueva orden. Consigo llevaban las anécdotas de como siendo un equipo prácticamente desconocido consiguieron llegar a lo más alto del hockey en Winnipeg, anécdotas que repetirían una y otra vez a sus camaradas mientras esperaban el silbido de las balas del enemigo. Lugares como las trincheras del Somme, la batalla de Ypres o la famosa Royal Flying Corps Inglesa fueron los destinos de los integrantes del club. Y aunque la guerra estaba ya tras tres años de sangrientas campañas en fase terminal, los Falcons también tuvieron que pagar el precio de la barbarie. Buster Thorstein, Ollie Turnbull y George Cumbers perdían la vida en el transcurso de un año, lejos del hielo, lejos de casa.
Por suerte la guerra y sus atrocidades habían acabado, y lo que quedaba de aquellos Winnipeg Falcons retornaba al Gran Dominio en busca de la paz que tanto habían echado de menos. Pero otras batallas se iban a librar en tierra amiga, probablemente la más difícil de todas, la de volver a la normalidad. La guerra es cierto que cambió a la sociedad canadiense que empezaba a tolerar a los inmigrantes europeos, pero todo había acabado y después de beber y celebrar la victoria todo parecía indicar que las cosas volverían a ser como antes. Las ligas de la posguerra estaban principalmente formadas por jugadores de la aristocracia inglesa y canadiense, por lo que ciudadanos de a pie, y por consiguiente inmigrantes, no eran bienvenidos se hubieran jugado la vida por su país o no. Pero los Falcons no se rendirían tan fácil, no lo hicieron antes durante y no lo harían después de la guerra. Y aunque fueron barridos de las ligas de élite en Winnipeg por los motivos expuestos anteriormente, tendrían su oportunidad en la Allan Cup de 1919, entregada al mejor equipo amateur del Gran Dominio. Era el momento de desempolvar los patines y llamar a los chicos, los Falcons volverían a saltar al hielo.
Mas de 8.000 testigos (más aquellos que seguían el evento en radio e incluso telégrafo) presenciaron en Toronto uno de los mejores partidos de la década: Los Flacons de Friedrickson, veteranos de guerra, se enfrentaban al estilo novedoso de los alumnos de la Universidad de Toronto. Los dos contrincantes, que habían batido con superioridad al resto de equipos, se enfrentaban en la gran final por la Allan Cup y un billete a las Olimpiadas de 1920 en Antwerp, Belgica. Por desgracia para los últimos, los Falcons no se habían olvidado de lo que era el hockey; aquel estilo vertical y rápido con el que se caracterizaban había resurgido, y venía para quedarse. Friedrickson y el resto volverían a Europa, esta vez para luchar por Canadá en el hielo. Al parecer, y a pesar del evidente efecto de la guerra en Europa, el hockey estaba cogiendo mucha fuerza y así, por primera vez en la historia, el hockey sería una disciplina olímpica.
Los Falcons barrieron sin dificultades a los novatos equipos europeos que pocas veces lograban encajar menos de quince tantos. Aquellos hijos y nietos de inmigrantes otorgaron, paradojas de la vida, al país que más de una vez los alejó del deporte su primera medalla de oro de la historia.