(Foto: The Champion Hockey Team, 1917, canadienses internados en Suiza – Canada Dept. of National Defence/Library and Archives Canada)
Aunque Canadá no declaró la guerra a Alemania, estaba predestinada a participar en la Gran Guerra (1914-1918) de forma obligatoria por su condición de dominio británico. Eso sí, los canadienses tedrían la independencia de decidir con que número de efectivos y cantidad de material decidían ayudar al gobierno de Londres. Entonces, en un principio, enviaron cuatro divisiones terrestres y pusieron al servicio de la Reina la prestigiosa marina canadiense. Estos combatientes inclinaron la balanza a favor de la victoria aliada en batallas tan reconocidas y crudas como la de Somme, por lo que la palabra «canadiense» se convirtió en motivo de pánico en las trincheras alemanas.«Les durs à cuire», o en castellano «Los duros de cocinar (matar)» fue como los aliados franceses apodaron a estos soldados que venían de ultramar.
Antes de darse esta situación, y ante el inminente estallido del conflicto, la propaganda canadiense empezó a mover ficha y a buscar voluntarios para luchar por el país. Los carteles llamaban a alistarse en la Armada apelando sobre todo al patriotismo que estaba cobrando fuerza en Canadá. Pero a sabiendas de que el hockey era el gancho perfecto, no se olvidaron de hacer claras referencias al deporte en los carteles. Es mas, James T. Sutherland, capitán del 146º Batallón y presidente de la Asociación Amateur de Hockey publicó a finales de 1915 un mensaje que comparaba la guerra con «el partido mas difícil que un hombre puede disputar». La respuesta, desde luego, no se hizo esperar. El hambre de correr aventuras y hacerse leyenda en el campo de batalla es el sueño de los miles y miles de jóvenes canadienses que se agolpan en los cuarteles a la espera de ser reclutados. Muchos de estos cambiaron el palo y el puck por un fusil y una bayoneta.
Tras ganar el campeonato de la OHA (Ontario Hockey Association) en 1915 con los Varsity Blues (Ontario Hockey Association), Conn Smythe y ocho compañeros de equipo decidieron enrolarse a las Fuerzas Armadas. Él consiguió alistarse, pero varios compañeros se volvieron a casa porque eran demasiado jóvenes; volverían a intentarlo con éxito mas tarde. Por entonces, Gordon Southam, hijo de William Southam y acérrimo fan de hockey, era el propietario de los diarios más importantes del Gran Dominio. Al igual que el Capitán Sutterland, sabía que el hockey era el perfecto imán, así que tras graduarse en la Escuela de Tenientes y completar el entrenamiento, formó la 40ª Batería de Hamilton, mejor conocida como la Sportsmen Battery. Aquí se encontraban diez de los mejores jugadores de hockey en Ontario, aquellos que ganaron el campeonato de la OHA semanas antes. Pero tenía la sensación de que algo faltaba, que la escuadra no estaba completa… Les faltaba un líder, él líder mejor dicho. Y, ¿quién mejor que Conn Smythe, el flamante capitán de los Varsity Blues para dirigir a la tropa? Smythe había acabado su entrenamiento de oficial hace poco, y sin duda alguna en los Blues había probado ser un buen capitán, por lo que no sería ningún problema para un hombre con sus contactos traer al centre a la batería.
Southam ya tenía lo que quería, ¿o no? Era consciente de que los chicos no embarcarían a Europa inmediatamente, entonces, ¿qué mejor que inscribir a la nueva batería en la OHL? Había competición, jugadores y muchas motivación respecto a organizar un equipo. Muchas de las divisiones del ejército estaban creando, junto a la 40ª Batería, equipos de hockey, por lo que no habría incombeniente alguno en acceder a la liga. Todo, a excepción del material (que financió Southam), corrió a cargo de Smythe y los suyos. Finalmente fueron aceptados; competirían contra otros tres equipos, jugarían la primera parte de la temporada como locales y la segunda como visitantes. Conn no lo sabía, pero las gradas tendían a llenarse al paso de la temporada, por lo que recibirían un número más reducido de espectadores que aquellos equipos que jugaban de local en la segunda vuelta. Tras un mal comienzo, Smythe fue relevado por decisión propia del entrenador, y de ahí en adelante la temporada transcurrió como otra cualquiera, con la diferencia de que cualquier partido podía ser el definitivo.
Entonces, a un par de días de marchar a Europa, los de la Sportsmen Battery se citaron en el hielo por última vez, por lo menos todos juntos. Jugaban contra los Argos y las gradas estarían a rebosar para despedir a los soldados, no querían defraudar en su último encuentro. La euforia y la emoción de competir se mezclaban con una irremediable sensación de tristeza. Esta sería la última vez que verían hielo y porterías en mucho tiempo, algunos para siempre. Pero Smythe era consciente de esto y para animar a sus jugadores, como haría un oficial en la batalla más adversa, recitó un discurso que puso la moral del equipo por las nubes, harían lo que él dijese hasta la última de las consecuencias. Los Sportsmen saltaron al hielo como si fuera una batalla a vida o muerte, lucharon más que jugaron, y no perdonaron al adversario. Los Argos tenían en frente a nada más y nada menos que a unos soldados preparados para luchar. Ganaron el encuentro y 7.000 dólares de beneficio en las apuestas que había hecho Smythe; con este dinero pagó las cenas de Navidad a toda la Batería hasta que acabó la guerra.
Ya en la guerra
La batalla en Ypres era encarnizada, y decenas de soldados morían por avanzar escasos metros hacia territorio enemigo para horas más tarde perder la misma distancia. Para Smythe, al igual que para el resto, los días le parecían meses. Era imposible dormir con el estruendo de las bombas y con la humedad que emanaba la tierra. Además, tenían suerte si podían enterrar los cuerpos en descomposición y el olor del ambiente era más agradable, pero ni así era fácil descansar. Cuando conseguían dormir se acordaban de los golpes, el hielo, el griterío de la grada… Hasta que una detonación les arrancaba del sueño y volvían a la realidad de la guerra. Smythe no se encontró nunca con la primera, muchas veces -según él- por puro lance del destino. Esa suerte de la que el disfrutó toda la guerra no acompaño a Gordon Southam -entonces comandante- que murió en un bombardeo. Smythe era el siguiente en la cadena de mando.
Ahora, como en los Varsity Blues, lideraba al equipo, pero esta vez no habría partidos que ganar o perder sino vidas en juego. Pero es prácticamente imposible proteger a toda una batería en un conflicto donde cada treinta segundos cae una bomba. A pesar de que Conn lo hizo lo mejor que pudom para cuando abandonó la 40ª todos los oficiales reclutados al principio de la guerra estaban lisiados o habían perecido. A pesar de todo Smythe ganó por méritos propios una Cruz Militar en dos meses de combate en las trincheras. En plena crisis de 1917 decidió poner su destreza en el combate al servicio de la Aviación. Este cambio fue resultado de las fuertes discusiones que solía mantener con sus superiores. Una, a su juicio, deplorable estrategia que acabó con la vida de decenas de canadienses resultó ser la gota que colmó el vaso. Coincidencia o no quiso que su instructor de vuelo fuera nada más y nada menos que Billy Barker, el futuro primer presidente de los Toronto Maple Leafs. En una misión de guía de artillería fue alcanzado por fuego enemigo y pasó el resto de la guerra en un campo de prisioneros alemán, y volvió a casa después de que se acabara.
La Gran Guerra duró cuatro años y en dos de estos participó Smythe. Las trincheras del Somme se habían llevado a muchos amigos, a muchos compañeros y grandes momentos de su vida que nada en el mundo podrían reemplazar. De todas formas fue Conn el superviviente del grupo y era suya la responsabilidad de seguir con su vida y dejar este episodio atrás. Pidió matrimonio a su mujer y emprendió un negocio de camiones con un par de socios. Con el dinero que hizo volvió a reemprender un proyecto que de verdad le dolía no haber acabado: licenciarse en la universidad.
La caminata hasta la facultad de ingeniería, los pasillos, no hacían mas que recordarle los buenos momentos en el hielo del college, aquellas tardes con los chicos. Para Constantine Falkland Smythe el hockey parecía cosa del pasado, pero aun así no dejaría que el deporte de su vida se escapara de su presente. Y menos de su futuro. Desgraciadamente la guerra tampoco lo haría.