Antes de la definitiva caída de la Unión Soviética y la apertura al capitalismo, que como veremos tuvo tremenda influencia en la concepción del hockey hielo en Rusia, el Ejército Rojo de Tikhonov murió con los patines puestos como mandaban los cánones de un buen soldado soviético. La «Unidad Verde» que dominaba el hockey hielo mundial iba a dejar algunas de las mejores exhibiciones que se han visto en el deporte del stick y el puck. Aunque eso sí, ya no estaba en la portería Vladislav Tretiak, retirado tras el oro de los Juegos Olímpicos de Sarajevo 1984, lo que suponía un vacío que los sucesivos equipos rusos jamás han sido capaz de rellenar.
1987 y 1988, la apoteosis del hockey
Este equipo de la Unión Soviética que se recitaba de carrerilla (Fetisov, Kasatonov, Krutov, Larionov y Makarov) tuvo leves descalabros en los campeonatos del mundo de 1985 y 1987, en ambos casos debido a un polémico formato de torneo que no acababa premiando al mejor equipo (en 1987, por ejemplo, ganaron todos los partidos y no se llevaron el oro), pero si por algo se le recuerda en esta segunda mitad de los años ’80 es por la reedición de los duelos a muerte con los archienemigos canadienses.
En 1987, la NHL decidió sustituir en febrero el clásico All-Star Game por las llamadas Rendez-Vous Series celebradas en Quebec City. Se trataba de dos partidos entre las estrellas de la liga norteamericana (Wayne Gretzky, Mario Lemieux, Mark Messier…) y la selección de la Unión Sovíetica. Ambos equipos se repartieron una victoria, la NHL ganó el primer choque por 4-3 y la URSS 3-5 el segundo, en lo que sería un aperitivo de lo que estaba por venir ese mismo año y el venidero. De hecho, el clima tras las series no podía estar más animado. Gretzky pidió públicamente más partidos internacionales, y Viktor Tikhonov, en una rara expresión de simpatía, no atribuyó la victoria al equipo ruso pese a un balance global a favor (8-7):
«No ha ganado ni la NHL ni nosotros, quien ha ganado es el hockey. Ambos partidos han sido como festivales, dos de los más grandes partidos de hockey jamás vistos.»
Con este ambiente, unos meses después llegó la Canada Cup donde participaban la anfitriona, la Unión Soviética, Estados Unidos, Suecia, Finlandia y Checoslovaquia. Tras una ronda preliminar de todos contra todos donde los dos grandes rivales firmaron un empate a 3, llegaron los probablemente tres días más memorables de la historia del hockey hielo: 11 de septiembre de 1987, 13 de septiembre de 1987 y 15 de septiembre de 1987. The Forum de Montreal, el Copps Coliseum de Hamilton y los espectadores delante del televisor contemplaron 215 minutos de puro hockey hielo con 33 goles, momentos dramáticos, patinaje de alto standing, y preciosos pases. Aquello fue el Santo Grial del hockey, la perfección. En un lado, la «Unidad Verde» rusa con su estilismo colectivo y su gusto por el pase. En el otro, grandes estrellas de la NHL como Wayne Gretzky y Mario Lemieux, que fue la única vez que jugaron en una misma línea acumulando el 29% de los goles de los norteños en todo el torneo.
Todos los partidos se decidieron por 6-5. El primero se lo llevaron los soviéticos pese a que los de la hoja del arce eliminaron un deficit de 4-1 para enviar el partido a la prórroga; en el tiempo extra, Alexander Semak dio el triunfo al Ejército Rojo. El segundo partido, considerado por muchos como el mejor partido de todos los tiempos, Canadá lideró por dos goles en dos ocasiones, pero en ambas ocaciones los rusos vinieron desde atrás, la última a falta de 1 minuto para finalizar el tiempo reglamentario. Fue la gran noche del combo Gretzky-Lemieux, con cinco asistencias del primero y tres goles del segundo, uno de ellos en la segunda prórroga para dar el triunfo a los canadieneses. Llegó el tercer choque, los canadienses levantaron un 3-0 y la dupla Gretzky-Lemieux iba a dar una última alegría a Canadá, quizás la más importante de la historia de su deporte. En una jugada que pasará la historia por la maestría del coach Mike Keenan en el cambio de líneas, las estrellas de la NHL se combinaron para dar el 6-5 definitivo a los anfitriones a falta de 1:26 para terminar el encuentro.
El conocido periodista de la época George Gross, del Toronto Sun, que había vivido ya treinta años de hockey desde la máquina de escribir, dijo poco después del tercer partido de la Canada Cup:
«¡Imagínatelo! Estuvimos allí y tuvimos el privilegio de ver hockey hielo jugado al nivel que nadie más lo volverá a presenciar de nuevo. Es algo que contaremos a nuestros nietos.»
No estuvo desprovisto de polémica todo el torneo y la final con acusaciones soviéticas de favoritismo a los canadienses por parte de la organización y los árbitros. De hecho, Tikhonov atribuyó directamente la derrota de su equipo a «errores arbitrales». Pero los soviéticos iban a tener otra oportunidad al año siguiente en los Juegos Olímpicos de Calgary.
Unos pocos meses después de estos increíbles partidos, los soviéticos viajaron de nuevo a Canadá. Los Juegos Olímpicos de Invierno de 1988 eran en Calgary, y los rusos defendían el oro de Sarajevo de cuatro años antes; sabían de la importancia de esa cita. Lo hicieron con total rotundidad bajo un sistema de dos rondas donde Finlandia fue la plata y Suecia el bronce. Los locales se quedaron con la cuarta plaza y con una goleada recibida por 5-0 frente a los soviéticos en el primer partido de la segunda ronda. Fue de las últimas veces en el hockey hielo que un equipo que vestía la camiseta con las letras de CCCP se subía a lo alto del podio. El Ejército Rojo ganó el Campeonato del Mundo del año siguiente y también lo hizo el equipo junior con una línea compuesta por nombres por entonces desconocidos, Pavel Bure, Sergei Fedorov y Alexander Mogilny, quienes sería el futuro del hockey hielo en la nueva Rusia.
El éxodo a América
La deserción de Moginly en aquel Campeonato del Mundo Junior en Estocolmo dio el pistoletazo de salida para la gran evasión de jugadores soviéticos a Estados Unidos. Si bien el ala derecha no fue el primer soviético en pisar un hielo de la NHL, fue Sergei Priakin y de forma legal gracias a un acuerdo económico entre la federación rusa y los Calgary Flames, sí que fue un detonante mediático para acelerar las lentas negociaciones por los Fetisov, Makarov, Larionov, etc, que llevaban produciéndose años.
Un total de ocho jugadores más, todos veteranos, viajaron a Norteamérica bajo un acuerdo económico con la federación soviética. Algunos de ellos habían labrado una arduo pulso, como Slava Fetisov, drafteado por los Montreal Canadiens en 1978 y por los New Jersey Devils en 1983. Fue Viktor Tikhonov siempre el obstáculo que se impuso para ese viaje que, aunque en público apoyaba que sus pupilos jugaran en la NHL, en privado utilizaba su poder y conexiones en el Partido Comunista para mantenerlos en suelo soviético. Larionov ya se atrevió a criticar a su coach públicamente en una carta en 1988; un año después lo hizo el capitán, Fetisov, en un tour por EE.UU y Canadá:
«Si Tikhonov quisiera esto se resolvería rápido. Habla pero no hace.»
«Los rusos están aquí», titulaban los periódicos en 1989. Se esperaba de los soviéticos que inyectaran más emoción a la NHL. Tenían que enfrentarse a un estilo diferente de juego, pistas más pequeñas, peleas sobre el hielo (la última que tuvo Fetisov fue en 1978 durante un Campeonato del Mundo Junior), un idioma diferente, la poca simpatía de los aficionados por ser comunistas y además ser el objetivo de los hits de los jugadores contrarios. Algunos analistas creyeron que traerían un nuevo estilo de juego más centrado en la ofensiva y el pase, pero las expectativas no se cumplieron en los primeros años. Fetisov y Alexei Kasatonov, que llegó también a New Jersey en 1989, no congeniaban en la línea defensiva de los Devils. Igor Larionov y Vladimir Petrov nunca se adaptaron al dump and chase hockey en los Vancouver Canucks, el primero lo intentó (hasta hablaba bien inglés) pero no pudo cambiar su juego bonito basado en el pase; el segundo se aisló, ni hablaba con sus compañeros, y tuvo varios problemas de sobrepeso. Mientras, el desertor Alexander Mogilny lidiaba con un problema de miedo a volar, y no fue hasta su cuarta temporada con los Buffalo Sabres (1992-93) cuando dio señales de su talento (76 goles y 127 puntos). La excepción fue Sergei Makarov, que ganó el Calder Trophy como (Rookie del Año) con 31 años.
Al tiempo que la Unión Soviética se iba desintegrando con una república tras otras declarando la independencia, la selección nacional se diluía también como un azucarillo. Tikhonov seguía manteniendo el liderato del Ejército Rojo, e incluso aceptó en el equipo nacional a los jugadores de la NHL para disputar la Canada Cup de 1991, pero al mismo tiempo sacó de la lista a los más jóvenes por miedo a que desertaran durante el torneo (Pavel Bure, Valeri Zelepukin, Evgeny Davydov y Vladimir Konstantinov). La deserción de Sergei Fedorov en los Goodwill Games del año anterior en Seattle le puso más aún en preaviso. Aquel conjunto ruso de 1991 disputó una Canada Cup lamentable perdiendo tres de los cuatro encuentros. Y de poco le sirvió al coach de hierro sus maniobras anti-deserción, pocos meses después Bure firmaba por los Canucks, y Konstantinov conseguía dejar el ejército y volar a Detroit gracias a una historia de película donde fingió y falsificó tener un extraño e incurable cáncer.
La última alegría para el prácticamente fenecido Ejército Rojo fueron los Juegos Olímpicos de 1992. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ya era historia y el equipo participó bajo la bandera del Equipo Unificado. Un oro ante los canadienses que para Viktor Tikhonov supo a gloria y le dio cuatro años más de agonía en el banquillo:
«Este es el tipo de alegría que no he tenido desde hace mucho tiempo. Hemos perdido muy buenos jugadores en la NHL y tenido que traer nuevos revisando nuestro enfoque de elección.»
El fin de un estilo
En medio de la doctrina del shock de liberalización, estabilización y privatización que estableció el nuevo president Boris Yeltsin, la NHL aprovechó el caos en que estaba sumido el país para meter mano de forma descarada en la cantera rusa. Hasta 1993 la federación rusa pedía diferentes sumas por cada jugador al que permitían jugar en la liga norteamericana, pero con la crisis económica empezó a facturar jugadores en lotes ($5 millones al año). Incluso el Central Red Army team firmó un acuerdo con los Pittsburgh Penguins antes de la temporada 1993-94: jugadores a cambio de dinero y asesoría en marketing y esponsorización, incluso cambiaron el nombre del equipo a Russian Penguins. La entrada del capitalismo fue por la puerta grande: «Los partidos de los Penguins son espectáculos. Mucha cerveza y actuaciones de striptease«, escribió el periodista Alexander Tarakonov.
La animadversión por el acuerdo con los estadounidenses era palpable en los directivos rusos, pero la ruina del país no permitía ningún margen de maniobra, ni siquiera para retener a algunos jugadores de la liga nacional que se marchaban a Europa. «La NHL viene aquí con tanques y se lleva a nuestros mejores jugadores», dijo por entonces el general manager del equipo de Red Army, Valery Gushin. La crisis llegaba hasta tal punto al hockey hielo que antes de los Juegos Olímpicos de 1994 se rumoreaba que la selección nacional no tenía el material adecuado para prepararse.
En esa cita de Lillehammer el caos se plasmó en la actuación del conjunto ruso. Derrota en primera ronda ante Finlandia por 5-0 y ante Alemania por 4-2. Cuarta posición y primera vez sin medalla desde los Juegos de 1956. El masivo éxodo de jugadores hacia América minó todas las líneas del equipo ruso ya que la NHL por entonces no permitía a sus jugadores participar en la cita olímpica. El entrenador asistente, Igor Dimitriev dijo tras el fracaso de Noruega:
«El principio del fin de esta dinastía empezó hace bastante tiempo. Quizá es momento de hablar de que es el fin.»
Un fin que no solo estaba directamente relacionado con la caída política de la URSS (ya que 123 de los 126 jugadores soviéticos que participaron en los equipos olímpicos de 1956 a 1992 eran rusos), sino más bien con los valores en los que estaba cimentado el hockey hielo soviético íntimamente ligados al socialismo. Además, el vacío económico y burocrático en todo el país dejó la organización deportiva sin gestión alguna.
Aún así, el éxito del estilo del hockey soviético llegó hasta 1997 y 1998, cuando los Detroit Red Wings ganaron dos Stanley Cups consecutivas en un equipo donde se reunieron los llamados «The Russian Five»: Larionov, Fedorov, Vyacheslav Kozlov, Fetisov y Konstantinov aplicaron el antiguo estilo soviético del «hockey como jazz» (ese fino juego de pase inventado por el maestro Tarasov) que difería bastante del viejo estilo NHL de dump-and-chase. El entrenador canadiense Scotty Bowman fue un verdadero visionario al dejar a sus pupilos rusos la libertad que necesitaban.
La Stanley Cup se paseó por Moscú en el verano de 1997 ante fuertes medidas de seguridad (privadas), no en vano Rusia estaba en una espiral de criminalidad y violencia desproporcionada. Los secuestros, la extorsión y los asesinatos eran igualmente comunes en el deporte como ocurrió con el presidente de la federación de hockey hielo, Valentin Sych, en 1997, asesinado a tiros tras haber afirmado públicamente que el crímen organizado se había infiltrado en el deporte. Y es que la falta de dinero, o más bien la incontrolada entrada de dólares fueron proclives para una descarada corrupción no solo con los fondos públicos sino también con mucho del dinero que provenía de América que tenía que ir directo a los clubes y acababa en manos de la mafia.
Los días en que el deporte era un símbolo del éxito soviético, dedicado por el amor a la patria, se habían acabado.
La selección nacional registró un moderado éxito en los Juegos Olímpicos de 1998 en Nagano con una plata, gracias en parte a que la NHL permitió por primera vez participar a sus jugadores en la cita olímpica, entre ellos Bure o Fedorov. Pero varios jugadores como Moginly, Kozlov, Sergei Zubov y el portero Nikolai Khabibulin decidieron no participar; éste último literalmente renunció al equipo nacional para «estar en la piscina en Hawaii durante las Olimpiadas», como afirmó, en un claro ejemplo de los nuevos valores individualistas del hockey ruso.
Los Juegos en Japón fueron la única nota positiva desde 1992 y en la siguiente década tras Nagano. De 1994 a 2007, Rusia no se colgó el oro en el Campeonato del Mundo, siendo el punto más bajo el torneo del año 2000 en casa, en San Petersburgo. Un equipo con estrellas como Bure, Yashin o Kamensky mostró una actitud muy pobre que les llevó a la 11ª posicion, su peor resultado de la historia. Mientras que en los Juegos Olímpicos, la vieja Rusia no ha vuelto a ver el precioso metal.
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