A finales de 1941 había sentimientos enfrentados en el campus universitario de Corvallis, Oregon. Por una lado se respiraba nerviosismo, casi miedo. El bombardeo de Pearl Harbor había precipitado la entrada de Estados Unidos en la guerra, además se temía que un nuevo ataque japonés golpeara algún punto de la costa oeste en cualquier momento.
Aún con esto, los estudiantes de la Oregon State University no podían evitar que se les dibujara una tímida sonrisa en la cara. El campus se había teñido de un color tan poco castrense como el naranja y la única «marcha militar» que se escuchaba era el Hail to Old OSU. La guerra estaba en un segundo plano. Los Beavers, el equipo de football de la universidad, iba a jugar la Rose Bowl por primera vez en su historia. Su rival serían los Duke Blue Devils.
La Rose Bowl venía jugándose anualmente desde 1916 (con una primera y aislada edición en 1902) y ya era un acontecimiento que llegaba a congregar a unos 90.000 espectadores. La ciudad de Pasadena, en California, se vestía de gala cada 1 de enero (como aún sigue haciendo) en un día en el que además del partido se celebraba la Rose’s Parade, un desfile en el que se citaban carrozas cubiertas de flores, caballos y bandas de música.

De Pasadena a Durham
El ya mencionado ataque a Pearl Harbor había desatado el miedo en la costa oeste. Se especulaba sobre la presencia de submarinos japoneses en aguas californianas y la psicosis ante un posible bombardeo hizo que las autoridades recomendaran a los ciudadanos evitar las aglomeraciones. Tal era el pánico que el gobierno instó incluso a tapar las ventanas de las casas con mantas para dificultar la localización de núcleos urbanos ante hipotéticos bombardeos.
La Rose Bowl, por ser un blanco fácil, fue considerado un evento susceptible de ser atacado. El General John DeWitt, comandante del Cuarto Ejercito y del Western Defense Command, acabó decretando su suspensión.
Muchos vieron esto como un gesto de «sumisión» ante la guerra. Como un auténtico atentado contra el American Way of Life y un triunfo (parcial y simbólico) de los japoneses. El New York Times llegó a publicar un editorial en el que argumentaba que jugar el partido sería algo inspirador. La Rose Bowl debía jugarse.
Se tanteó la posibilidad de realizar el partido en dos lugares especialmente simbólicos. El Soldier Field de Chicago, construido para honrar la memoria de los soldados caídos, o en Washington D.C, alegando que jugar en la capital sería un gesto especialmente patriótico. Pero ninguna de estas dos fue la sede.
Gracias a la maniobras de Wallace Wade, legendario head coach de los Blue Devils y uno de los hombres más influyentes en el football de la época, se acabó eligiendo el propio estadio de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, como sede. Esta sigue siendo hasta la fecha la única Rose Bowl que se ha disputado fuera de Pasadena.
Después de unos días de total incertidumbre, los Oregon State Beavers volvieron a reanudar los entrenamientos llenos de ilusión. Iban a poder jugar. Poco les importaba tener que recorrer los más de 4.500 km que separan la costa oeste de la este. Y todavía menos tener que enfrentarse a unos favoritísimos Blue Devils en su propia casa y con todo el estadio de su parte. Era el partido de sus vidas. Para algunos lo fue literalmente. Acabaron muriendo meses después en las frías trincheras belgas y en las remotas islas del Pacífico, pero esa es otra historia.
Jack no puede jugar
Una tarde lluviosa de mediados de diciembre, el entrenamiento de los Beavers fue interrumpido por dos hombres trajeados y le pidieron al entrenador Lon Stiner que les acompañara. Nadie prestó demasiada atención al asunto. Probablemente solo tuvieran que hablar sobre cuestiones de seguridad relacionadas con el viaje ya que las autoridades estaban muy susceptibles con el tema de la guerra. Pero el entrenador volvió con malas noticias, Jack, uno de los suplentes de la secundaria, no iba a poder viajar. Los dos hombres que habían interrumpido el entrenamiento eran agentes del FBI y el verdadero nombre de Jack era Chiaki Yoshihara.

Una ola de racismo anti-japonés había empujado al gobierno de los Estados Unidos a tomar una serie de medidas que prohibían a los japoneses residentes en América y a los niseis (ciudadanos nacidos en EE.UU pero de origenes japonés) alejarse a más de 35 millas de su lugar de residencia. Se temía una revuelta interna.
El 19 de diciembre, Jack se despedía de los Beavers desde un andén de la estación de Corvallis. Nadie en el equipo entendía lo que estaba pasando. «Yo tenía orígenes alemanes y nadie me discriminó», diría años después James Busch, uno de sus compañeros. Hubo quien, con cierta inocencia planteó la posibilidad de esconder a Jack en una maleta y llevarlo con ellos. Puras fantasías. Yoshiara se quedó en Oregon y tuvo que contentarse con escuchar el partido por la radio.
El 1 de enero de 1942, la nación se congregaba frente a los transistores para atender a una de las ediciones más emocionantes de la Rose Bowl. Los Blue Devils eran los grandes favoritos, 3 a 1 según las apuestas. Un equipo que ya había jugado la Rose Bowl en 1939 y que desde entonces acumulaba un récord de 24-4 y contaba por victorias sus últimos once partidos. Parecían imbatibles, pero estalló la sorpresa, Oregon State se llevó el encuentro gracias a un apretado 16-20.
El primer punto a favor para los Beavers fue esa condición de favoritos de los Blue Devils. En la prensa había hasta quien se preguntaba por qué aquellos chicos había recorrido todo el continente, total, iban a perder. Esto debió relajar a Duke y espoleó a los de Oregon. También las condiciones climatológicas fueron favorables para los Beavers ya que el día del partido un aguacero cayó en el estadio de Durham. Algunos jugadores de los Blue Devils dijeron que nunca en su vida habían visto tanta lluvia.
En circunstancias así las defensas suelen verse favorecidas, pero no fue exactamente lo que ocurrió. Los 20 puntos logrados por los Beavers pueden parecer pocos, pero es que los Blue Devils llevaban más de diez años secando ataques. Les llamaban los ‘Iron Dukes’; desde que Wallace Wade llegará a North Carolina procedente de Alabama en 1931 había dejado los casilleros de sus rivales por debajo de los 20 puntos en cada uno de los partidos que disputó.
En está ocasión parecía que iba a suceder lo mismo. El choque llegó empatado a siete al tercer cuarto y la experiencia de los Blue Devils parecía que iba a ser determinante. Entonces, Bob Dethman irrumpió en el partido. En un football «primitivo» en el que el juego de carrera era la norma este chico completó dos pases de más treinta yardas que supusieron sendos touchdowns. El segundo de ellos acabó siendo una big play de 68 yardas que aún sigue siendo una de las jugadas de pase más largas en la historia de la Rose Bowl.
El internamiento en los campos

La victoria de los suyos supuso una gran alegría para Jack, pero sería la última en mucho tiempo. El gobierno federal, azuzado por el racismo recalcitrante de los sectores conservadores, incrementó las medidas de prevención ante un hipotético (pero poco probable) levantamiento quintacolumnista. En marzo de 1942 Jack, su madre y otros 4.000 japoneses fueron enviados a un campo de internamiento en Oregon.
En junio, Jack fue trasladado a Idaho, donde junto a otros internos construyó el campo de Minidoka, un campo de internamiento que estuvo activo hasta 1945 y en el que llegaron a vivir 10.000 personas. Allí, Jack coincidió con otros deportistas de élite como el boxeador Jimmie Sakamoto (primer japonés en boxear en el Madison Squre Garden de Nueva York) y con el yudoca Kenji Yamada, que llegaría a ser campeón de Estados Unidos en 1954 y 1955.
El de Minidoka fue solo uno de los diez campos que se construyeron al amparo de la Executive Order 9066. Esta ordenanza obligó a unos 120.000 japoneses y niseis a abandonarlo todo (casas, negocios, estudios o ahorros) y a ser recluidos en una serie de campos que se construyeron en California, Arizona, Colorado, Wyoming, Idaho y Arkansas.
Pese a los videos de propaganda del gobierno, que lo vendían todo de una manera idílica, las condiciones en los campos eran duras. Los internos eran obligados a trabajar, en la mayoría de los casos en la agricultura, y eran vigilados por guardias armados que tenían órdenes de disparar si alguien intentaba escapar. Hasta siete japoneses fueron asesinados por vigilantes en distintos altercados.
Los barracones donde fueron acomodadas las familias eran miserables. Simples láminas de madera cubiertas con papel alquitranado como único aislante y sin calefacción ni sistema de canalización de aguas. Esto, unido a los climas extremos de las zonas en las que se habían localizado los campos, condenaba a los internos a calor sofocante en verano y temperaturas bajo cero en invierno.
La atención sanitaria también era muy pobre. Las instalaciones estaban mal equipadas y el material quirúrgico y los medicamentos eran escasos. Si a estas carencias les añadimos la superpoblación, la poca salubridad, la mala alimentación y las condiciones climatológicas adversas nos encontramos con que enfermedades como la disentería, el asma, la fiebre de San Joaquín e incluso la malaria eran habituales. Además de depresiones y otras enfermedades mentales derivadas del internamiento.
La vida sigue

A medida que la guerra se iba decantando para los Estados Unidos se permitió la salida gradual de los recluidos. Pero la vuelta a la «vida real» no fue fácil. Las familias lo habían perdido absolutamente todo y el racismo se había instalado en la sociedad americana. Incluso una vez la guerra terminó se siguieron registrando ataques contra los hogares y negocios de los japoneses.
Jack, por su parte, sí que tuvo algo de suerte. Fue admitido en la universidad de Utah y consiguió terminar sus estudios. Allí volvió a jugar al football, esta vez en las posiciones de quarterback y fullback. pero su periplo universitario acabó con una lesión que lo apartó definitivamente de los emparrillados.
Con el paso de los años las sociedad americana fue tomando conciencia del tremendo disparate que se había cometido. En los ochenta, con Jimmy Carter y Reagan en la Casa Blanca, el Gobierno reconoció que se había actuado siguiendo prejuicios raciales y que en ningún momento hubo evidencias reales de deslealtad entre los japoneses y los niseis.
En 2008, Oregon State University realizó un acto en el que de forma simbólica se licenció a todos aquellos estudiantes de origen japonés que fueron obligados a abandonar sus estudios. En ese momento, y con una gran ovación de fondo, Jack lució orgulloso el anillo de campeón de la Rose Bowl de 1942 que la universidad ya le había entregado en 1985.
Que la historia de Jack y los cerca de 120.000 japoneses que fueron internados en campos de manera injusta y absurda sirva de ejemplo a los que hablan hoy de muros y repatriaciones.